Pesar el corazón

Esta semana hablé con una persona que me compartió la dolorosa experiencia de sentirse profundamente defraudada por gente que suponía contar con su confianza, y esperaba tuvieran la capacidad de comprender procesos, situaciones y desafíos. Por el contrario, a pesar de estar en cargos directivos, mostraron no poseer esa penetrante profundidad que requiere la comprensión de las dinámicas institucionales. En estos casos, tales personas, con frecuencia, se quedan en lo anecdótico, en hechos circunstanciales, en cuestiones marginales. Por tanto, se les escapan las realidades más estructurantes de las situaciones que dirigen.

Es la ruda distancia entre lo que esperábamos y lo que realmente sucede lo que nos hace sentir defraudados, pintando el corazón de una mezcla de decepción, tristeza, sentimientos de fracaso, ira, desilusión, desconfianza, desánimo y falta de esperanza. Cruzar este túnel requiere de una poderosa fuerza espiritual.

El evangelio de este domingo nos cuenta el momento en que a Jesús lo tocó de cerca la decepción. Entre quienes lo seguían comenzó un movimiento de descontento, porque decían de él: “Este lenguaje es muy duro, ¿quién querrá escucharlo”. Cuando Jesús los confrontó, y planteó con claridad que había dos caminos: el camino de vivir en el espíritu que da vida, y el camino de seguir la lógica mundana que empobrece la vida, entonces muchos dejaron de seguirlo. En medio de la decepción, Jesús preguntó a los Doce: “¿Quieren marcharse también ustedes?”. A lo que Pedro respondió: “Señor, ¿A quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna”.

Sentirse defraudado es una experiencia profundamente emparentada con la expectativa de fidelidad y lealtad. Las expectativas sobre los otros no nacen arbitrariamente, nacen de compartir mundos de significado, que a su vez generan un código común que sostiene las expectativas. Por esto, sentirse defraudado es un quiebre de la fidelidad, como comunión con los significados compartidos; y de la lealtad, como atención genuina al deber que emana de los significados. Es por esto que la decepción toca tan hondamente nuestra identidad, porque se quiebra nuestro ser con otros.

En este sentido, los antiguos egipcios creían que, al momento de la muerte, antes de entrar a la eternidad, el corazón se colocaba en uno de los platillos de una balanza, mientras en el otro estaba la fiel y leal búsqueda de sabiduría. Esto, porque las personas sabias no defraudan a los otros, tienen un corazón justo, confiable y noble.

En medio de nuestras decepciones, de las frecuentes ocasiones en que nos sentimos defraudados, resuenan en nuestro corazón las palabras de Pedro: Señor a quién iríamos. Tú tienes palabras de vida eterna, de vida en abundancia. También nosotros nos sentimos convocados y convocadas a perseverar en nuestro discipulado, porque Jesús mantuvo una fidelidad a toda prueba a su mensaje, de un modo radical, hasta el último suspiro de su vida; porque mantuvo una práctica leal, desgranada en miles de gesto de consuelo, curación, misericordia y perdón.

Siguiendo a Jesús confiamos en reparar nuestras heridas internas de decepción, y reconstruir los códigos externos de nuestros significados compartidos, con la esperanza puesta en la fuerza espiritual de pesar nuestro corazón en la balanza de la resurrección. ¡Amen!

Ana María Díaz, Ñuñoa, 25 de agosto de 2024

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