La mano en su costado
En los siglos XVIII y XIX, en gran parte del mundo, creció la convicción de que la humanidad se
encaminaba hacia un futuro muy prometedor. Creció la confianza en el desarrollo económico, de
la ciencia, la salud, la justicia social, el fortalecimiento de la organización social, etc. Cada grupo
tenía su propia utopía acerca del futuro y vivían, sin sombra de duda, sus propias certezas. El siglo
XX resultó ser una enorme desilusión, mostrando lo equivocadas que estaban las optimistas
predicciones que abundaron, sobre todo en el siglo XIX.
Sin embargo, este derrumbe nos ha dejado una profunda lección: necesitamos dudar de nuestras
certezas, necesitamos tomarnos mucho más en serio la radical incertidumbre en que se desarrolla
la experiencia humana. Hoy sabemos que lo que llamamos “la realidad”, solo es nuestra versión de
ella; que el conocimiento científico está lleno de vacíos y errores; que el devenir de la historia no
es un línea recta ascendente hacia un mundo mejor, sino está lleno de desvíos, retrocesos e
inesperadas sorpresas; que las ideologías políticas son a menudo rígidos fanatismos, vividos con
no poco sectarismo; que las verdades religiosas son más dogmatismos autoritariamente
impuestos, que genuinas experiencias espirituales; que los vínculos, los recuerdos y las
esperanzas están muy teñidos de deseos inconscientes ilusorios. En la modernidad tardía vivimos
el dilema de negar la incertidumbre y convertirnos en fanáticos abrazados a sus fantasías, o de
reconocer la incertidumbre humana y recorrer lenta, dolorosa y fielmente, el complejo camino de
depurar nuestras verdades, y acceder pacientemente a vivir con mayor lucidez y libertad…

Después de la muerte de Jesús, sus discípulos y discípulas, llenos de temor, se han encerrado
intentando pasar bajo el radar de los judíos. Jesús aparece en medio de ellos y les trae consuelo,
alegría, coraje y claridad sobre su misión. Se sienten dichosos y así se lo cuentan a Tomás, el
apóstol que estaba ausente. Pero Tomás duda y expresa un conjunto de condiciones para creer,
que se pueden resumir en la frase por la que lleva siglo y siglos siendo conocido: “ver para creer”.
Habló, como sabemos, de meter su dedo en las llagas de los clavos y la mano en el costado
traspasado por la lanza romana. Cuando 8 días después Jesús vuelve a presentarse, Tomás se
conmueve y avergüenza. Todo termina con la bienaventuranza de Jesús: “Dichosos los que, sin ver,
creen”.

Este texto tiene una notable secuencia que repasa las diferentes experiencias, y aporta claridad
sobre la tensión entre creer y dudar. En el primer nivel están las y los discípulos, encerrados y
atemorizados. Jesús se hace presente y les proporciona una prueba que ellos no sabían que
necesitaban. Ni siquiera eran capaces de dudar. La presencia de Jesús los libera del miedo. En
segundo lugar, Tomás, con un gran sentido crítico, manifiesta claramente sus dudas y las pruebas
que necesita para creer. Jesús se presenta y lo libera de la engañosa búsqueda de certezas
concretas y tangibles. En tercer lugar, la bienaventuranza de Jesús pone las cosas en el plano de la
experiencia espiritual. Ya no se trata solo de una fe, fruto de superar emociones negativas,
tampoco de un creer como recopilación de evidencias. Se trata de la experiencia espiritual de
pasar del temor a la confianza, de las pruebas a la sacramentalidad de lo invisible, de la difidencia
a la incertidumbre que armoniza con la fe.

Necesitamos cultivar la espiritualidad de la duda, para no vivir de certezas fanáticas que nos
alejan de los demás; para cuestionar lo que vemos y tocamos y así reconocer las dimensiones
invisibles e impalpables de la vida; para mirar más allá y abrirnos a la presencia resucitada y
resucitadora de Jesús, viviendo nuestras incertidumbres como si hubiéramos metido la mano en
su costado. ¡Amén!
Ana María Díaz, Ñuñoa, 24 de abril 2022