Imperceptible, incipiente, entrópico
No podemos evitar frecuentes estados de desánimo ante las dificultades que nos toca enfrentar en nuestras realidades locales, que no difieren mucho del panorama mundial. En momentos críticos, nos preguntarnos con desazón, perplejidad y aprensión qué será de nuestro futuro, en quién o qué podemos confiar, dónde poner nuestra seguridad, en definitiva, cómo seguir cultivando la esperanza.
Ante estas perturbaciones del ánimo, el evangelio de este domingo nos propone una mirada diferente a nuestras angustiadas preocupaciones. Nos dice Jesús que el reino de Dios, que bien podríamos traducir como vida en abundancia, tiene peculiaridades que son todo lo contrario de la imagen que nos hemos hecho de lo seguro, significativo y eficaz. Usando las metáforas del trigo que crece indistinguible de la cizaña, de la semilla de mostaza y de la levadura en la masa, Jesús nos invita a reconocer cómo opera la fuerza de la vida; qué es lo importante para que haya vida y renovación de la vida.
En la mirada de Jesús, el reino de Dios no se reconoce a simple vista, crece en medio de lo que nos amenaza, indistinguible en medio de la dinámica del acontecer. Sin embargo, es una presencia potente que a su tiempo muestra sus frutos. No nos resulta fácil creer esto, porque estamos acostumbrados a confiar en las pruebas, los datos, las evidencias, lo que se puede ver, palpar, medir, demostrar. En cambio, la vida en abundancia es invisible, secreta, clandestina, pero vigorosa, resiliente e incontenible. No hay motivos para temer.
En la mirada de Jesús, el reino de Dios se cuela a través de lo pequeño, nimio y opaco, pero con resultados vastos, macizos y asombrosos. Tampoco nos resulta sencillo entender esto, porque estamos habituados a valorar como importante lo grandioso, notable y poderoso. Sin embargo, todos sabemos por experiencia propia que lo más importante de la vida, – como el amor, la fe, el trabajo, la creación de belleza, etc. -, se desgrana en gestos insignificantes y detalles mínimos. Las pequeñas cosas montan los argumentos más poderosos en todo lo que es trascendente en la vida.

En la mirada de Jesús, el reino de Dios es como la levadura, un elemento de descomposición, cuya función es transformar la masa. Es un principio entrópico, que cambia la masa al contener microorganismos capaces de fermentar los azúcares, produciendo dióxido de carbono, lo que la hace crecer, la vuelve más suave, masticable y digerible. En la dinámica de la vida en abundancia lo que cambia, se transforma, o deja de ser cómo era, por doloroso e incómodo que sea, es señal de renovación vital. Tampoco estamos muy preparados para asimilar esta mirada. Nos atemoriza lo nuevo, somos gente de costumbres, hábitos y homeostasis -buscamos evitar los cambios-, nuestro cerebro funciona a base de lo conocido, rehúye el gasto de energía que implica lo nuevo. Sin embargo, estamos vivos porque cambiamos, somos fieles porque cambiamos, ampliamos y profundizamos nuestros horizontes, creamos, y confiamos en tiempos mejores, porque cambiamos.
Estamos todas y todos invitados por Jesús al escándalo de creer que nuestra vida no depende de los poderosos de este mundo, si no de la gente sencilla que vive lejos del poder y la riqueza; no depende de grandes decisiones, si no de los triviales gestos cotidianos, con los que fielmente honramos la vida; no depende de nuestra voluntad de mantenernos en la seguridad de lo conocido, si no de entregarnos confiadamente a la sabiduría de lo que se transforma, evoluciona y muta. Porque la fuerza del reino de Dios, de la vida en abundancia, es imperceptible, tiene una poderosa presencia entre nosotros oculta entre los pliegues de lo que acontece; es incipiente, está siempre ardiendo a través de millones de chispas que nos abrazan; es entrópica, produce transformaciones caóticas y totales para provocar nueva y crecientes armonías. ¡Amén!
Ana María Díaz, Ñuñoa, 23 de julio 2023