Signo de orientación absoluta
La cruz es uno de los símbolos más antiguos de la humanidad. Hay registro de una cruz encontrada que data el siglo XV aec. Entre nosotros, este domingo tenemos la oportunidad de volver a reflexionar sobre este signo, al celebrar la fiesta de la Exaltación de la Cruz, en conjunto con muchas iglesias cristianas, como cada 14 de septiembre, ya que ese día es el aniversario de la consagración de la Iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén, en el año 335, descubierto, según se dice, por Santa Elena, en el año 320.
La cruz ha representado para la humanidad de todos los tiempos un signo espiritual de orientación absoluta, porque concentra los dos ejes más importantes de ubicación en el universo. El eje horizontal que representa el abrazo a la tierra entera, siguiendo la trayectoria del sol, que se desplaza de este a oeste, en su fiel tarea de activar la vida, restaurar la vida, acrecentar la vida. Identificándose con el eje transversal de la cruz, la humanidad entera, en todos los tiempos, ha sumado sus manos a la trayectoria solar, para cuidar la naturaleza y multiplicar la obra creadora de Dios, a través de las más diversas ocupaciones, promoviendo la abundancia de la vida ecobiopsicosocioéticoespiritualmente. El eje vertical representa nuestra dimensión transfinita, expresando el profundo anhelo que anida en cada hombre y mujer de trascender nuestra realidad terrestre y buscar la comunión celeste.

Este signo de absoluta orientación tiene para nosotros un nombre, Jesús, porque él representa la encarnación absoluta de Dios. En él, Dios mismo se hizo naturaleza, humanidad, pueblo, historia, cultura. A través de la persona de Jesús se suprimen los dualismos, se abren las fronteras que separan lo humano de lo divino, se remiendan los crueles desgarrones que mantienen alejados el cielo de la tierra, abajo y arriba, humano y divino, materia y espíritu. En Jesús, Dios se hizo vecino de la humanidad en la tierra. Como dice el gran místico: “Todo mi gozo y mi éxito, toda mi razón de ser y mi deseo de vivir, Dios mío, están suspendidos de esa visión fundamental de tu conjunción con el Universo. Que otros anuncien, cumpliendo con su función más excelsa, los esplendores de tu puro Espíritu. Yo, dominado por una vocación que obedece las fibras íntimas de mi naturaleza, no quiero ni puedo hablar sino de las innumerables prolongaciones de tu ser encarnado a través de la materia; nunca sabré predicar más que el misterio de tu carne.”
Complementariamente, la cruz representa para todos y todas, la experiencia mediante la cual, a la naturaleza biomaterial, la humanidad toda, los pueblos, la historia, las culturas, así como al trabajo humano – esfuerzo, empeños y logros -, se nos abre la puerta para ser vecinos del cielo. La cruz culmina la encarnación de Dios en la naturaleza, la historia y la humanidad, con el abrazo celeste que nos acoge y nos reconoce en todo lo que somos, como miembros irrevocables de la familia de Dios. Como escribió el mismo místico: “Para llegar a ti, es necesario que, partiendo de un contacto universal con todo lo que se mueve aquí abajo, sintamos poco a poco cómo se desvanecen entre nuestras manos las formas particulares de todo lo que cae a nuestro alcance, hasta encontrarnos frente a frente a la única esencia de todas las consistencias y de todas las uniones”.
La cruz es signo de orientación absoluta, porque acoge todos nuestros esfuerzos, nuestras grandes alegrías y nuestros profundos dolores, como los de Jesús. Pero la cruz no es solo una expresión de tortura, dolor y muerte. Es también signo de sentido, de luz y resurrección. La cruz nos anuncia que no se pierden los esfuerzos en la tierra, no se pierde el amor a todo y a todos los que se aman. Podemos seguir extendiendo los brazos a todo y a todos, porque el abrazo celeste todo lo diviniza, lo mantiene vivo y lo vuelve eternamente fecundo. ¡Amén!
Ana María Díaz, Ñuñoa, 14 de septiembre de 2025