La certeza de lo inesperado
Ante las dificultades, desafíos inabordables y problemas difíciles, tendemos a dudar y perder la esperanza. Lo mismo ocurre ante los problemas sociales y los conflictos internacionales. Una parte importante de nuestro desánimo se debe a la narración que hacemos de los hechos en cuestión. Todos y todas tenemos la predisposición a relatar el acontecer, cometiendo con frecuencia el error de restringir la narración al estrecho margen de las expectativas más probables, confundiendo, además, lo probable con lo posible. Esto se debe a nuestro largo entrenamiento en la lógica de la causalidad lineal, leyendo el futuro como extensión mecánica de las líneas del presente.
Sin embargo, el futuro es mucho más abierto, novedoso, soberado e imprevisto que nuestros pronósticos, porque estos están obligados a atenerse a lo sensatamente predecible, en cambio el futuro no. El evangelio de este domingo nos habla de este tema.

Isabel, prima de María, era ya mayor y estéril. Dos motivos suficientes como para estar segura de que ya nunca tendría hijos. Si Dios hubiera querido dárselos, se los habría dado en los años de su juventud. Ya llevaba años padeciendo la deshonra que en Israel experimentaba toda mujer sin hijos, puesto que era una escandalosa manifestación de que, por algún motivo, Dios no la consideraba digna de realizarse en la vocación más importante, y casi única, de toda mujer. No tener hijos constituía una extrañeza en una cultura agraria como la del antiguo Israel. Una mujer sin hijos vivía exiliada dentro de su propia tierra, entregada a la rutina de los quehaceres domésticos, siempre en contacto con el vacío de no tener alguien más a quien alimentar, un plato más que poner a la mesa, una túnica más que hilar…
María, en cambio, era muy joven, pero había aceptado una propuesta divina, apostando a la esperanza mucho más allá de lo que los hechos hacían razonable; con una generosidad muy por encima de su capacidad de protegerse ante las posibles amenazas de la situación; con una libertad para imaginar el futuro, muy lejos del realismo pragmático.
Cuando Isabel y María se abrazan, se produce mucho más que un encuentro entre dos parientes. Marca una complicidad de esperanzas personales y colectivas. Es el encuentro de dos mujeres, de generaciones en los límites de la maternidad, que se encuentran, por gracia de Dios, en vías de ser madres de un tiempo nuevo.
Como ellas, ha habido y hay miles de hombres y mujeres que han creído en no sucumbir ante el futuro como destino; que han sido los padres y las madres de un tiempo nuevo, porque han creído en la fecundidad de su corazón contra factico, porque han confiado en la certeza de lo inesperado, en la factibilidad de lo asombroso, en la evidencia de lo sorprendente.
Desde la complicidad de su abrazo, María e Isabel nos invitan a incorporarnos a esta corriente de confiada espera en que para Dios no hay nada imposible; a esperar, más allá de nuestra aparente infertilidad o precoz generatividad, la insólita fecundidad de la abundancia de la vida.
¡Dichosos y dichosas lo que creen que para Dios nada es imposible, lo que creen en la certeza de lo inesperado! ¡Amén!
Ana María Díaz, Ñuñoa, 22 de diciembre de 2024