Una pedagogía de transformación del corazón

La frase de Descartes “pienso, luego existo”, sentencia considerada el corazón del racionalismo occidental, fue parafraseada hace años, por autor desconocido, que la transformó en “pienso, luego insisto”. La máxima tiene el encanto de defender la fidelidad a determinadas posturas, basada en una sensatez contrastante con lo absurdo de costumbres, modos de pensar, miradas sobre la realidad, que prevalecen en la cultura. Insistir se entiende como el privilegio de esperanza que provee la razón.

Este es el tema del evangelio de hoy, en el que, para invitarnos a perseverar en la oración, Jesús cuenta la historia de una viuda que acudía con mucha insistencia ante un juez, pidiendo justicia en su causa. A pesar de su desinterés e indiferencia ante la situación de la viuda, el juez terminó por conceder lo que pedía, solo para evitar que lo siguiera importunando. Jesús concluye su historia con estas palabras: “¿Se han fijado en las palabras de este juez injusto? ¿Acaso Dios no hará justicia a sus elegidos, si claman a él día y noche, mientras deja que esperen? Yo les aseguro que les hará justicia, y lo hará pronto.»

Es imprescindible examinar cuidadosamente la comprensión de esta historia y las conclusiones que se puede extraer. Un aspecto que queda en evidencia es que Jesús entiende la oración como una relación que afecta el modo de reaccionar de los involucrados en ella. En el caso de la historia de la viuda se trata de una relación “disfuncional”, en la que ella y el juez quedan atrapados en un intercambio de conductas recurrentes, que finaliza, como suele ocurrir, solo cuando uno de los dos cede, vencido por el cansancio. Rogar a un juez injusto convierte nuestra petición en una porfía obstinada. Nuestra relación con Dios es totalmente otra cosa, como Jesús nos ha dicho en muchísimas ocasiones. Se trata de una relación de atención amorosa por su parte y de abandonada entrega por la nuestra. Acudir a Dios, encomendándose a su entrañable cuidado, convierte nuestra oración en un diálogo esperanzado, que vitaliza la relación y acrecienta la confianza.

En la ciencia náutica se habla de “deriva” para referirse al desplazamiento, con relación al curso inicialmente fijado, que se produce en las embarcaciones, producto del viento, el movimiento de la masa de agua y las corrientes marinas. Podemos decir que la navegación es un dialogo entre la embarcación y las condiciones de la navegación. La deriva es resultado del intercambio entre el objetivo del navegante y el camino que le muestra el mar. Del mismo modo, en la oración, una cosa es aquello por lo que se clama, y otra, la deriva que el viento del Espíritu va ejerciendo sobre los motivos del ruego. Por eso decimos que la oración no cambia a Dios, cuyo amor es constante, cambia nuestra mirada, porque nos hace descubrir horizontes más amplios; modos más genuinos de amar; necesidades más hondas que las que originalmente habíamos percibido; reservas de coraje allí donde solo parecía haber temor. Necesitamos orar insistentemente, porque la oración es una pedagogía de ampliación de la conciencia y de transformación del corazón.

Celebremos la buena noticia de nuestras certezas al orar: saber que el Dios de Jesús es un juez lleno de ternura, a quien le importa la humanidad; saber que las derivas de nuestra insistencia siempre nos llevaran a puerto seguro, impulsados por el Soplo del viento, capaz de empujarnos muy lejos del limitado curso inicial del viaje. ¡Amén!

Ana María Díaz, Ñuñoa, 19 de octubre de 2025

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