La herida de lo sagrado

La semana pasada leí en la prensa una larga e íntima entrevista a un padre en duelo por la muerte de su hijo, ocurrida a 11 días de cumplir 18 años. En los diez días de licencia que corresponde por la partida de un hijo, escribió un libro para volcar sus reflexiones acerca de su duelo, acerca del vínculo con su hijo, del empobrecimiento de la función de la generación adulta de acompañar a los hijos a asentarse en la vida, y de cómo continuar el vínculo con su hijo más allá de la vida. Era una entrevista muy convocante, porque en medio de su drama, este padre reflexionaba serenamente sobre las cuestiones más cruciales: cómo estamos viviendo y cómo estamos muriendo.

Este domingo celebramos la fiesta de los fieles difuntos e, independiente de los matices de unas u otras iglesias cristianas, esta es una fiesta muy extendida, incluso con antecedentes en el Antiguo Testamento y bien a los inicios del cristianismo, porque a todos nos hace mucho sentido recordar a nuestra familia del cielo. Por eso, aún hoy vemos que los cementerios se llenan de gente que se acerca a visitar sus tumbas, a poner flores y tener momentos de comunicación y recuerdo de los seres queridos difuntos.

Un tema de la entrevista mencionada, se refería a cómo hemos ido perdiendo el cuidado de las formas y los ritos con relación a la muerte. La muerte, ese horizonte último e ineludible de la existencia humana, ha sido durante milenios el núcleo en torno al cual se han articulado los sistemas de creencias, los rituales comunitarios y las estructuras de significado de las sociedades. Sin embargo, actualmente, con nuestro culto a la razón, la técnica y la eficiencia, se ha expulsado a la muerte de la esfera simbólica, sagrada y comunitaria, confinándola a los fríos espacios hospitalarios y a la gestión burocrática. Hoy ni siquiera es sencillo acceder a rituales religiosos para nuestros familiares cuando fallecen.

Todo esto tiene profundas consecuencias. Antiguamente, se asistía a la muerte de alguien. Hoy se lucha contra la muerte de un enfermo. Al ser arrancada del ámbito de lo sagrado y lo familiar, la muerte se convierte en un hecho exclusivamente biológico. «La muerte ya no es un intercambio simbólico, sino una deuda biológica que se paga”, dijo el filósofo Jean Baudrillard. Ya no es un tránsito metafísico, sino una «falla técnica» del organismo. Hay aquí “algo sagrado, profundamente herido”. En muchos ámbitos necesitamos repensar las cosas, pero especialmente en el modo en que estamos viviendo el tránsito de la muerte, “necesitamos un mejor diálogo con lo sagrado”.

En el evangelio de hoy, Jesús nos dice: “Todo aquel que me da el Padre viene hacia mí; y al que viene a mí yo no lo echaré fuera, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió. Y la voluntad del que me envió es que yo no pierda nada de lo que él me ha dado, sino que lo resucite en el último día. La voluntad de mi Padre consiste en que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y yo lo resucite en el último día’’. Estas palabras de Jesús representan para nosotros la experiencia mediante la cual, a la naturaleza biomaterial, la humanidad toda, los pueblos, la historia, las culturas, así como el trabajo humano – esfuerzo, empeños y logros -, se nos abre la puerta para ser vecinos del cielo. Es el abrazo celeste que nos acoge y nos reconoce en todo lo que somos, como miembros irrevocables de la familia de Dios. Como escribió Teilhard de Chardin; “Para llegar a ti, es necesario que, partiendo de un contacto universal con todo lo que se mueve aquí abajo, sintamos poco a poco cómo se desvanecen entre nuestras manos las formas particulares de todo lo que cae a nuestro alcance, hasta que nos encontremos frente a frente a la única esencia de todas las consistencias y de todas las uniones.”

Estamos invitados a gozar y celebrar ritualmente la buena noticia de saber que no hemos perdido a quienes han partido, que no se pierden los esfuerzos en la tierra, que no se pierde el amor a todo y a todos quienes se ha amado. El abrazo celeste resucita, diviniza, mantiene vivo y vuelve todo eternamente fecundo. ¡Amén!

Ana María Díaz, Ñuñoa, 02 de noviembre de 2025

Te invitamos a leer los siguientes artículos