El milagro de compartir

Hoy celebramos Corpus Christi, fiesta que se celebra desde 1264, instituida por el Papa Urbano IV, con la finalidad de celebrar la Eucaristía de un modo especial. Desde hacía muchos años circulaba la idea, como por ejemplo en Lieja, donde por iniciativa de la religiosa Juliana de Cornillon, comenzó a celebrarse en 1246. La decisión final fue muy influida por lo ocurrido el año anterior cuando, mientras un sacerdote celebraba la misa en la iglesia de la localidad de Bolsena en Italia, al romper la hostia consagrada brotó sangre, según cuenta la tradición. Este hecho, muy difundido y celebrado, dio un impulso definitivo al establecimiento de esta fiesta litúrgica. Desde entonces hasta hoy, en muchos lugares es una fiesta que convoca multitudes.

Sin embargo, a nosotros que vivimos en la cultura tardo moderna nos hace más sentido el acento que señaló Teilhard de Chardín: “No hay más que una misa y comunión. Estos actos diversos no son, sino puntos, diversamente centrales, en los que se divide y se fija para nuestra experiencia en el tiempo y en el espacio, la continuidad de un gesto único. En el fondo, sólo hay un acontecimiento que se desarrolla en el mundo: la Encarnación, realizada en cada uno por la Eucaristía. Todas las comuniones de una vida constituyen una sola comunión. Las comuniones de todos los seres humanos presentes, pasados y futuros constituyen una sola comunión”. Se trata de comer y beber el pan y el vino y ser alimentados por Jesús, su mensaje y gestos; de ser partícipes de esa comensalidad sagrada, que incluye a toda la humanidad y al universo entero en su sacramentalidad.

Los símbolos del pan y el vino son complementarios, porque aluden a comer y beber. Sin embargo, son también contrastantes, porque tocan aspectos diferentes del mensaje cristiano. En su milagro más conocido, recordado en la lectura de hoy, Jesús multiplicó el pan, con lo cual alimentó a una gran multitud hambrienta. Entonces, comulgar con el pan del cuerpo de Jesús implica asociarse a la dignificación del trabajo que asegura el pan cotidiano, a la multiplicación de la justicia, que asegura el pan para todos, a la expansión de la fraternidad que extiende unos lazos creados en torno a la mesa en la que se comparte el pan; implica asociarse a la construcción cotidiana de la comunión universal. Es una alianza de amor compasivo y ética de la cordialidad; de celebrar en una mesa la revalidación de la universal familiaridad humana. Todas estas son las convocatorias del milagro de la multiplicación del pan y del cuerpo de Jesús convertido en ese pan que nos alimenta y nos hace familia.

La multiplicación del pan es un milagro de carácter cuantitativo. Por contraste, la transformación del agua en vino es un milagro de carácter cualitativo. No se trata de algo que se expande, sino de algo que se transforma. El tronco duro, torcido, leñoso y reseco de la vid es capaz de producir un fruto tierno, jugoso y dulce, un símbolo que nos habla de la abundancia de la vida que esconde lo que aparentemente está sin vida. El milagro de las Bodas de Caná, nos habla de la transformación de la culpa, el temor y la disciplina de purificación en vino de celebración, gratuidad y fiesta. El proceso de producción del vino consiste en hollejos que son aplastados y se rompen para derramar su jugo. Un símbolo que nos habla de la fecundidad del dolor transformado en amor; de que la vida se nutre de granos que son molidos para dar paso a algo nuevo. Esas son las convocatorias del milagro del agua convertida en vino y de la sangre de Jesús derramada y transformada en vida en abundancia.

La fiesta Corpus Christi es una invitación a multiplicar y a contemplar la sacramentalidad del pan y del vino para que, desde el altar de la consagración, se siga expandiendo su Presencia en la vida, la historia y el universo entero. ¡Amén!

Ana María Díaz, Ñuñoa, 22 de junio, 2025

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