El mayor error
Sin estar prevenidos, a veces nos encontramos haciendo un balance de nuestra vida, y justo esa falta de previsión, nos conecta sin defensas con los mayores fracasos que hemos vivido, y los grandes errores que hemos cometido. La intensidad de esas emociones barre con todo lo bueno, bello y valioso que ha habido en nuestra vida, arrasado por la vergüenza de las derrotas y la culpa por los yerros. Entonces llegamos a sentir que hemos desperdiciado nuestra vida como quien derrocha una fortuna.

En cierta oportunidad, Jesús contó una historia, que el evangelio de hoy nos recuerda, cuyo desenlace nos permite reexaminar nuestros balances. El hijo pródigo hizo lo que todos hacemos: irse de la casa paterna y buscar su vida, siguiendo la ley natural. Y como todos, hizo opciones, tomó decisiones, cometió errores y experimentó el fracaso. Un día se encontró repasando su vida y sintió que lo había perdido todo: su fortuna, sueños y esperanzas, su confianza y auto respeto, incluso la capacidad de procurarse lo mínimo para vivir. Nos hace sentido esta historia, incluso no nos resulta ajena la experiencia de ansiar las bellotas de los cerdos. Así de frágiles, vulnerables y desvalidos podemos llegar a sentirnos, al punto de pensar que cualquiera está mejor que nosotros.
La profunda desolación que experimenta el hijo pródigo, y la necesidad de comer, le hacen pensar en volver a la casa paterna, pero no quiere volver como hijo, no se siente digno ni capaz. Sin embargo, piensa que pedir trabajo a su padre al menos le permitirá comer. Por el camino de vuelta carga el peso de sus desgracias: es un hombre sin proyectos, sin ilusiones, sin entusiasmo, sin familia, sin amigos; un hombre que ha fracasado rotundamente. Vuelve, pero no se siente libre volviendo, trae el dolor de sus errores y el agobio de sus temores. No regresa como fruto de una decisión liberadora, vuelve forzado por las circunstancias.
La amorosa acogida del padre, el gratuito regalo de ser recibido con fiesta, cantos y baile, el que le coloquen un anillo en su dedo, como señal de la alianza que le restituyen su dignidad y derechos, le permitió caer en cuenta que el mayor error que cometió, su verdadero pecado, no fue irse de la casa paterna, ni siquiera haber dilapidado su fortuna, fue llegar a creer que su padre y la vida no le darían una segunda oportunidad.
Nuestros fracasos, errores y dolores pueden ser una condena si nos quedamos estancados en la esterilidad de sentir que la vida ya no tiene nada más que ofrecernos. Pero la vida, y el Padre de la vida, siempre nos esperan para ofrecernos intacta la posibilidad de volver a abrazarla como si fuera la primera vez.
Vivir consiste en tener la audacia de salir, de internarnos en la existencia, haciendo nuestras apuestas, cosechando alegrías y dolores. Pero aún en medio de los quiebres más dolorosos, Jesús nos invita a levantarnos y ponernos en camino de recuperar la música, el canto y el baile. Siempre habrá un anillo esperándonos para volver a sellar la alianza con el soplo que nos instaló en la vida. Confiemos siempre en la fiesta que nos espera. Puede ser que volvamos adoloridos, pero volvemos definitivamente más sabios. ¡Amén!
Ana María Díaz, Ñuñoa, 30 de marzo de 2025